Mi abuela ignoraba que Teruel estaba, justo, en el centro del mundo.
Ella tan solo lloraba la muerte de Luis, su hermano asesinado por el bando nacional. Suspiraba por la vida de Paco, su marido, que defendía Teruel del ataque republicano, en cuyas filas, a tan solo doscientos metros, combatía su propio hermano. Temía por el destino de su padre, al que vio salir de las ruinas de su hogar destruido, esposado, expuesto a la denuncia de un pueblo malherido, triste y, por dos veces, derrotado.
Se abrazaba con desespero a la vida que brotaba de su vientre, por la cual fue capaz de resistir el invierno más atroz de la historia y sortear el fuego cruzado de mil demonios.
Mi abuela ignoraba que los fundadores de Teruel, el Teruelico de su vida, habían elegido su ubicación inspirados por el primer rayo de sol, la última gota de lluvia. Sin saber que la encantadora ciudad del Torico, con su escalera de los cojos y su torre del Salvador, era un hormiguero radiante y respingón construido en medio del camino.