El grafiti ha regresado, pero no solo. Basta viajar por las calles de las
ciudades donde haya mayores congestiones sociales o donde expresiones
públicas tengan alguna tradición, para ver el nuevo panorama
visual. No regresa igual a como lo dejamos en los famosos años 60, ni siguiendo
las primeras alevosías figurativas de fines del siglo pasado. Y, además,
llega acompañado. Lo escoltan nuevas estrategias en su composición,
se asocia con recientes manifestaciones del arte y ataca desde muros, no
solo físicos sino virtuales. Han aumentado sus ejecutores, los ciudadanos
que lo reciben también se esparcen, se ha infiltrado entre nuevos grupos
y ha doblegado a varias tribus urbanas de pintas estrafalarias a su propia
estilística, se ha metido en grupos musicales dejándoles su sello, se exhibe
en medios, genera controversias en museos y galerías de alta reputación y,
en su osadía, penetra hasta los estudios académicos donde se discute sobre
cual es su verdadera identidad. Es tal su des-aprehensión que ha dejado a
varios de sus promotores, que lo exaltan en calidad de fenómeno de libre
expresión urbana, como simples animadores que quieren aprovecharse de su
momento febril, pues el grafiti sigue haciendo estragos, así muchos quieran
amansarlo y volverlo simple objeto de diversión callejera, que de otro lado
y bajo otros parámetros, también lo es. Su buena fama como combatiente y
emblema del conflicto urbano ha hecho que lo imiten, que lo sigan o que se
lo tomen y tenga entonces que compartir sus espacios tradicionales; así han
aparecido nuevos géneros que aún partiendo del grafiti son otra cosa.