Deberíamos tomar las promesas de Dios una por una y examinarlas estrechamente, por todos lados, para apoderarnos de su riqueza y ser aliviados, consolados y fortalecidos por ellas. Dios ha provisto para todos el consuelo que el alma necesita. Sus promesas satisfacen a los solitarios, a los abatidos por la pobreza, a los ricos, a los enfermos, a los afligidos; todos podrían tener la ayuda apropiada si las vieran y las abrazaran por medio de la fe. Las promesas de Dios son plenas y abundantes, y no hay necesidad de depender de la humanidad para recibir fuerza. Dios está cerca de todos los que le piden que los socorra. Que estas benditas promesas, establecidas en el marco de la fe, sean colocadas en la antecámara de la memoria. Ninguna fallará. Dios cumplirá todo lo que ha dicho. Y recordemos siempre que el enemigo nunca puede arrancar de la mano de Cristo a quien sencillamente confía en las promesas del Señor.
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