Amanece en el pueblo playero al que Willy, el narrador y protagonista de Taco bajo, llama, entre la ironía y la ternura desahuciada, Crucita, la bella: un punto perdido y decadente de la costa ecuatoriana en el que unos pocos sujetos viven como podría imaginarse que viven los fantasmas.
Quien conoce la Crucita geográfica, sabe que se trata de un paraje a medio borrar, el final de un camino errado, un punto anónimo al que solo el extravío nos puede conducir. Amanece entonces, desoladamente, en Crucita, la bella.
Un acto irreversible ha sido consumado por una insólita comunidad de amigos, y Willy, el cínico pero profundamente reflexivo sujeto que narra esta historia como si de ello no dependiera absolutamente nada –y por eso su lengua es libre, desfachatada, verdadera y conmovedora–, ve amanecer sobre un mar que se ha vuelto, de repente, extraño. Un mar que se ha vuelto otro mar. Parece decir: nunca se vuelve al lugar del que se partió.
Parece decir que algo tan insignificante como los actos humanos –jugar billar, hacer el amor, matar a un hombre– puede cambiar la geografía entera del mundo.