Cuando Santone lo llama y lo convoca para un trabajo, Elio Rubato intuye que no será uno más. Es abogado de profesión, pero su oficio no son las leyes, sino las búsquedas, como si de un detective se tratara. Es peronista, lleva una foto de Perón firmada por el general en el bolsillo interior del saco y le gusta ir a los cabarets a bailar tango. Estamos en las Buenos Aires de la década del cuarenta y él honra las virtudes de los porteños: lealtad a los amigos, el amor que se declina en melancolía, entereza frente a la soledad. Rubato no equivoca el pronóstico: lo único que debe hallar es a una mujer que se robó unos documentos de una asociación italiana. Parece todo tan sencillo que no se entiende para que lo contratan. Por supuesto, apenas comienza la pesquisa lo sencillo se bifurca en pistas extrañas: los documentos son incunables que se remontan al Martín Fierro de José Hernández, Rubato no es el único que los busca, la mujer parece haberse esfumado, el fascismo español y una tradicional familia de terratenientes son parte interesada, la asociación italiana no hace gala de beneficencia.
Con ritmo cinematográfico y prosa exquisita, con personajes memorables, Cabezas perdidas aprovecha las reglas de la novela policial para narrar una historia de traiciones y desamores, impunidad y doble moral. Gustavo Rimoldi retrata una Argentina de antaño, políticamente convulsa, como si hubiera vivido ahí. Al cerrar el libro, el lector siente lo mismo.