Decimos que vamos a hablar de educación y nos ponemos a hablar de la escuela. Es obvio, no obstante, que hay mucha educación sin escuela, así como que hay mucho aprendizaje sin educación. Apenas reflexionamos sobre hasta qué punto y con qué consecuencias se ha reducido el contenido de la escuela a la enseñanza y su organización al aula. La scholé griega clásica era una formación libre, muy lejos de lo que luego representarían la palmeta del maestro medieval o el aula de la era industrial. El aula encarna todo lo que en su día fue la escuela de la modernidad y hoy es una pesada carga decimonónica: la categorización burocrática del alumnado, los objetivos y procesos de talla única, el aburrimiento de unos y la frustración de otros, las rutinas que matan la creatividad, la soledad e impotencia del docente, el último reducto antitecnológico. Lejos de volver a proclamar la muerte de la escuela, el autor plantea que el problema no es esta, insustituible en nuestro tiempo tanto para el cuidado como para la educación de la infancia y la adolescencia, sino su reducción a un conjunto de aulas apiladas. Por eso las mejores y más potentes iniciativas innovadoras rompen con el axula metodológica e incluso físicamente, sustituyéndola por avances hacia la hiperaula, caracterizada por espacios más amplios, flexibles y libres; por la reorganización y porosidad de los tiempos; por la continuidad entre realidad física y virtual, entre lo proximal y lo distal, entre la escuela y la comunidad; por la alternancia del trabajo en grupo, en equipo e individual; por la combinación de las disciplinas en proyectos; por la integración permanente de microequipos docentes en ella.