Llamamos «malismo» al antiintuitivo mecanismo propagandĂstico que consiste en la ostentaciĂłn pĂșblica de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial.
QuizĂĄs sea en polĂtica donde el desarrollo de este fenĂłmeno asentado en la Ășltima dĂ©cada en Occidente resulta mĂĄs llamativo. Una representante pĂșblica entiende la destrucciĂłn de las infraviviendas de las personas sin hogar como un acto autopromocional. Otra aumenta su aceptaciĂłn popular tras calificar de «mantenidos subvencionados» a los desfavorecidos afectados por una pandemia. Un alcalde se jacta de que no harĂĄ nada en absoluto por aquellos estudiantes y trabajadores que no pueden acceder a una vivienda digna en la ciudad que Ă©l gestiona. El insultar a alguna minorĂa o mostrarse contrario de forma muy agresiva a consensos de mĂnimos como la justicia social o la Agenda 2030 es hoy en dĂa tendencia en la propaganda polĂtica.
Pero el malismo estĂĄ tambiĂ©n muy presente en cualquier forma de comunicaciĂłn a pequeña o gran escala. Una compañĂa aĂ©rea se mofa en sus redes sociales de las quejas de sus propios clientes. Los bares de moda ostentan nombres canallitas. En los concursos de televisiĂłn son bien recibidas las figuras de poder que humillan a sus concursantes. El nuevo cristianismo neopentecostal que triunfa en nuestros barrios no es ya una supuesta religiĂłn de amor sino una de declarado odio al diferente. Soldados sionistas difunden con orgullo pruebas audiovisuales de sus propios crĂmenes de guerra.
Lo malote ha dejado de ser solo un sistema ingenioso para vender el producto musical de un grupo de jĂłvenes punks de barrio o un vĂdeojuego gamberro. Es ahora una eficiente fĂłrmula publicitaria dominante que, ademĂĄs, no se dirige ya contra los poderosos, sino que es una herramienta comĂșn utilizada por estos.