La integridad moral divide a los filósofos en moralistas duros y moralistas blandos: los apocalípticos de la virtud y los integrados en la realidad. Sin embargo, unos y otros convienen en tomar a la integridad como una virtud cardinal y en hacer que todo el asunto de la moral gire en torno a ella. En este libro, escrito un tanto a contracorriente de las grandes tendencias de la filosofía moral contemporánea, se sostendrá justamente lo contrario: que la integridad no merece tantos desvelos y que se equivoca quien la toma demasiado en serio.
Entre los integrados, este error adopta la forma de un lamento o una queja: la moral que tenemos no nos sirve y hay que inventar otra más a nuestro alcance, una con cuyos mandatos podamos cumplir efectivamente, aunque sólo sea algunas veces. Los apocalípticos gritan con todo su orgullo una proclama: la moral no está hecha a nuestra medida, porque de estarlo no sería ya moral; somos nosotros quienes nos hemos de adaptar a ella —lo logremos o no— más bien que ella a nosotros. Pero ni el gesto lánguido de los integrados ni el ademán viril de los apocalípticos merecen la atención que se les concede. La moral no es cuestión de adaptación: ni de ella a nosotros ni de nosotros a ella. Al revés: lo valioso surge cuando de pronto se descubre algo que no se adapta a aquello con que se contaba, que desmiente las expectativas que se tenían o que hace revivir expectativas desechadas.