Hay un refrán ruso que dice que es todavía más difícil predecir el pasado que el futuro. La nostalgia se basa en esta dificultad de predicción. De hecho los nostálgicos de todo el mundo tendrían muchas dificultades para expresar qué es lo que añoran exactamente –otro lugar, otra época u otra vida mejor–. El seductor objeto de la nostalgia es muy escurridizo. Este sentimiento ambivalente se puede detectar en la cultura popular del siglo xx, un siglo en el que los avances tecnológicos y los efectos especiales se emplean a menudo con el fin de recrear imágenes del pasado, desde el hundimiento del Titanic a los gladiadores que mueren en la arena, pasando por los dinosaurios extinguidos.
En cierto modo, se puede decir que el progreso no solo no ha curado la enfermedad de la nostalgia, sino que ha hecho que se agrave. Del mismo modo que la globalización ha servido para reforzar el afecto por lo local.
El contrapunto de la fascinación que sentimos por el ciberespacio y por la aldea global virtual es una epidemia de nostalgia no menos global, el anhelo afectivo de una comunidad con memoria colectiva, de la continuidad en un mundo fragmentado. Inevitablemente, la nostalgia reaparece como mecanismo de defensa en una época de aceleración del ritmo de vida y de agitación histórica.