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El libro de las despedidas

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«Me llamo Velibor Čolić, soy refugiado polĂ­tico y escritor. Soy polĂ­glota. Escribo en dos lenguas: francĂ©s y croata. Pero ahora me parece que tengo acento incluso al escribir. Mi frontera es la lengua; mi exilio, el acento. Llevo veintisĂ©is años viviendo mi acento en Francia. Toda una vida, de hecho. Y me siento bien, tan bien que con frecuencia me sorprendo pensando: anda, si soy francĂ©s.

En 2008 llegó la crisis financiera y con ella volvió a aparecer el miedo a los extranjeros. Empezaron a decirme que no era francés. Desde entonces, me adapto como puedo a esa mirada que arrojan sobre mí y vigilo las Bolsas del mundo entero. Nada ocurre por primera vez, todo es una terrible repetición. Así pues, vivo, miro y anoto. Mi apellido suena a excusa. Mi nombre, también. Soy apåtrida. Soy refugiado político. Sé hablar. También sé cantar, cuando quiero: Georges Brassens y Adamo, "Tombe la neige". Mi nuevo país ha envejecido conmigo; ahora me resulta cómodo, como unos zapatos del año pasado. Estoy igual que casi todo el mundo: asustado por la violencia cometida en nombre de Dios, perdido ante el triste Mediterråneo, convertido en un cementerio azul, en ocasiones enternecido por la humanidad.

Mi universo mental estĂĄ formado de señales y de gestos: aprender y olvidar a la vez. Primero aprender; luego olvidar. Por separado. El exilio es bipolar. El exilio es tambiĂ©n una balanza. Medir el peso metafĂ­sico de lo ganado y lo perdido. Comparar sin interrupciĂłn. Inventarse al mismo tiempo un pasado y un porvenir. Cambiar la ciudadanĂ­a por un estatus. "ÂĄPues ya estĂĄ, joven, ya tiene su estatus!", me dijo la señora de la Oficina Francesa de ProtecciĂłn de Refugiados y ApĂĄtridas. Y todo ello con una voz clara y un rostro abierto y sonriente. Como si me estuviera anunciando que iba a ser padre. TambiĂ©n es necesario dosificar y analizar bien la diferencia entre las palabras paĂ­s y patria. Entre la lengua de la infancia y la del exilio. Comprender bien, y manejar lo mejor posible, nuestras emociones clandestinas. No es de extrañar que mi primer cambio afectara a la lengua. En efecto, un refugiado no habla, sino que vive una lengua. La alegrĂ­a de salvar la vida rĂĄpidamente se sustituye por el miedo. ÂżDĂłnde estoy? Analfabeto y sin voz, pobre y sin papeles, la lengua fue el primer escalĂłn en mi bĂșsqueda de la verticalidad del hombre en pie. Al principio, contaba probablemente con una pequeña ventaja. La de ser un extranjero europeo, invisible. La de ser extranjero sĂłlo por mi incapacidad de hablar la bella lengua francesa. Reducido, aniquilado, devuelto al analfabetismo. Y era terrible. A un hombre que nunca dice nada, que no sabe nada y que por añadidura es pobre se lo toma siempre por idiota. Una sombra.»