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Escenas de la vida bohemia

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París, década de 1840. Pedir prestado, no pagar deudas, irse a la cama sin cenar (o cenar sin irse a la cama), almorzar dos días seguidos, quemar manuscritos o lienzos en una chimenea sin leña, huir del casero y de los agentes judiciales, fabricar un palacio con un telón de teatro, conseguir diez francos para comprarle un ramo de violetas a una mujer (que las lucirá con otro)… estar, en fin, «de continuo por debajo del ecuador de la necesidad» es un tipo de vida que únicamente los bohemios saben convertir no sólo en arte sino en «una obra genial».

Desde que se publicaron por entregas en Le Corsaire entre 1845 y 1849, las Escenas de la vida bohemia de Henry Murger, con un fondo autobiográfico que se transmite con una lucidez e intensidad apabullantes, no han dejado de fascinar a las generaciones. En el siglo XIX dieron pie a dos óperas −la celebérrima La bohème de Puccini y otra menos conocida de Leoncavallo− y en el XX han sido aún capaces de inspirar un musical como Rent o una película de Aki Kaurismaki. El encanto de esta obra, realmente hilarante, documento de una «existencia accidentada y fantasiosa», parece no agotarse, quizá porque como nunca se ha ilustrado con tanta perspicacia e ingenio el «problema diario» de la vida y las «matemáticas audaces» que se necesitan para resolverlo.