Nuevamente me encuentro en el templo del Señor. ¡Qué gratificante el que así sea, pues pretendo encontrarme y encontrar mi fe, oculta a los hombres: es la fe de un viejo! Es complicada. Difícil de encontrar, después de todo lo pasado en ese largo camino. Sigo sin haber encontrado esa infancia espiritual que me permita poseer la fe que debería ser de hoy y de siempre. En mi juventud la fe era todo un florecer; en el respirar a la vida, una fe y una infancia espiritual, que era fruto de ella. Lo que digo solamente pretende recordar a aquel joven que fui y pude ser. Lo que digo es tan escandalosamente profundo como pudieron ser las conversaciones que tuve con un joven que encontré en la placidez de la mañana, en el riachuelo de la vida. El silencio de Dios las escuchó. Estoy seguro de ello. Dios se sirvió de él, de un muchacho, para escuchar sus silencios. Dios y aquel muchacho me permitieron encontrar la fe y una infancia espiritual.