Joaquín Luna ha estado en la guerra de Irak y Kuwait, pero también en el cortejo fúnebre de Paquirri en Sevilla. Ha cubierto cuatro Juegos Olímpicos y tres Mundiales de fútbol, así como el debut copero de Messi en el Barça en el campo de la Gramenet. Informó de la matanza de Tiananmén en 1989 y de los atentados del 11-S en Nueva York, de tres elecciones presidenciales estadounidenses y de dos francesas, y fue protagonista de noches memorables en París, Hong Kong y Washington, cuando lo de ser corresponsal era otra cosa.
Podría decirse, por abreviar, que no hay acontecimiento relevante de los últimos treinta y cinco años del que Joaquín Luna no haya escrito. Muchos de ellos los recuerda en este libro, homenaje jocoso y despreocupado a una forma de entender y vivir el oficio que seguramente ya no existe, pero sobre todo un recorrido, repleto de anécdotas, por la trayectoria de un auténtico periodista de raza que nunca ha dejado de ser «un señor de La Vanguardia».
«"I may look interested but I'm just being polite". El pequeño cartel, como quien no quiere la cosa, estaba situado en la mesa del director de La Vanguardia de cara al visitante, que, como quien sí quiere la cosa, era yo, estudiante de quinto de Ciencias de la Información. Don Horacio Sáenz Guerrero citaba a medianoche a las visitas menores en su despacho, donde ofrecía una imborrable lección de periodismo de calidad. En penumbra, y con una lámpara de mesa por toda iluminación, el director del rotativo leía, repasaba y corregía todas las páginas del diario antes de que entrara en imprenta. Un camarero —la redacción tenía bar y camareros— le traía un café corto, y don Horacio encendía con parsimonia un cigarrillo rubio.»