El servicio al Estado a través del ejercicio de funciones públicas antiguamente se identificaba como una actividad altruista por la cual algunos individuos desplegaban su virtud al servicio de los demás y dedicaban su trabajo y empeño a la consecución de los fines de interés general. Era una actividad confiada a quienes demostraran la mayor reputación, a personas honestas, con calidades y virtudes suficientes para contribuir al desarrollo, progreso y beneficio colectivos. Sin embargo, con el tiempo, prácticas contrarias a la integridad y al compromiso con el interés general, por quienes desarrollaban tareas públicas, fueron mitigando esta concepción. La apropiación y el uso desmedido de recursos públicos, el favorecimiento a terceros, el uso indiscriminado del poder, entre otros, advirtieron a la ciudadanía la proclividad de quienes ejercen funciones públicas –en provecho de su posición privilegiada– a actuar en su propio beneficio; las implicaciones que estas actuaciones pueden acarrear no a unos cuantos, sino a la colectividad y la necesidad de establecer suficientes y eficientes mecanismos que permitan responder oportuna y contundentemente contra esas prácticas.
El camino no ha sido fácil ni certero, pues el ingenio de quienes consiguen defraudar a la ciudadanía parece ser mayor de quienes buscan ponerles freno. No obstante, con el tiempo ha habido avances. En Colombia, por ejemplo, tiempo atrás se determinó que quienes cometan actos que atenten contra los fundamentos y fines de la función pública, debían responder disciplinaria, fiscal e, incluso, penalmente. Pero esto no fue suficiente. Entonces, vino la Constitución de 1991 y con ésta, nuevas fórmulas dirigidas a garantizar que las actuaciones de los funcionarios públicos se orientaran a la consecución del interés general; a permitir que la ciudadanía participe activamente de los asuntos públicos, intervenga en la vigilancia y control de quienes desempeñan funciones públicas y propenda por la protección de los bienes e intereses comunes a todos y cada uno de los ciudadanos.
Así, la Constitución de 1991 consagró diferentes principios que deben regir la conducta de quienes ejercen funciones públicas, entre los que se encuentra el principio a la moralidad. También, reconoció a la ciudadanía la titularidad de derechos colectivos; uno de los cuales es el derecho a la moralidad administrativa; y estableció la acción popular como el mecanismo judicial procedente para su protección. De esta manera, en Colombia, se ha optado por criterios morales en aras de regular la conducta de los funcionarios públicos, de garantizar que sus conductas se ajusten a derecho, y de proteger los intereses de la ciudadanía del abuso inconmesurado del poder.