Al promediar el siglo pasado, Eduardo Zalamea Borda (Bogotá, 1907-1963) era un hombre de peso y estatura también promedios, de cuarenta y tres años, si bien en las fotografías puede parecer un poco mayor por la forma de vestir de la época. Usaba sombrero, anteojos, bigote, tenía una calvicie incipiente, y para trabajar en el periódico siempre iba de traje formal, chaleco y corbata, lo que a veces aderezaba con un abrigo o una gabardina, dependiendo de los rigores del clima bogotano. Su mirada, dicen, era aguda y profunda. Desde siempre había tenido una sensibilidad a flor de piel. Fumaba cigarrillos Camel, hablaba con una voz metálica —había padecido unos pólipos en la garganta— y escribía en una máquina Continental con la pasmosa habilidad de un mecanógrafo experimentado. De entrada parecía un poco serio y cortante, debido a una cierta timidez, pero cuando establecía relaciones más cercanas era cálido y afectuoso.
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