Enrique Gómez Medina

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Nací en Carabanchel, a una edad demasiado temprana para saber lo que eso significaba. No conocía a Manolito Gafotas, ni al satánico de El día de la Bestia. Ni siquiera conocía a todos mis hermanos, porque aún no habían nacido. Fue una buena época. Después vino el lío. Me costó adaptarme al colegio, donde me llamaron “Quique el nuevo” hasta octavo. Allí me enseñaron a leer, escribir y dibujar, pero sobre todo le cogí gusto al teatro. Cada día estrenaba una obra nueva, como “¡Ay, mi tripa!” o “Me torcí un tobillo al pisar mal el bordillo”, casi siempre encaminadas a faltar a clase. Algunas fueron memorables, sobre todo los musicales. Mi primera gran obra narrativa se tituló “El coche y el conejo”, y fue un bombazo. Se vendieron un montón de diademas con orejas entre el público de primero, si bien me encasilló un poco en historias románticas entre animales y artilugios mecánicos. No acabé de superarlo hasta mi “Revolución industrial para cojos”. Después llegó la adolescencia y su febril actividad. Por aquel entonces devoraba material impreso en forma de libros y tebeos a razón de seis o siete docenas por semana. Tenía una colección de comics de superhéroes, Mortadelos y Tintines que era la envidia del barrio. Aunque, coincidiendo con algunas salidas mías a hacer recados y una necesidad imperiosa de mis padres de encender hogueras, aquella colección disminuyó hasta reducirse a dos Superlópez, que aún conservo como oro en paño.También en aquellas épocas me dio, junto a un grupo de visionarios, por hacer inventos: aviones, barcos, globos, regresión hipnótica, wija… Todos estos intereses relacionados llegaron en el momento menos adecuado, justo cuando tenía que elegir carrera y, confundiéndolos con vocación, acabé en una ingeniería. Aeronáutica, para más señas. Esto marcó el rumbo de los siguientes años de mi vida. Disfruté como nunca estudiando materias como Geometría Diferencial o Cálculo Infinitesimal (en general, todo lo que acabase en “al”). Pero no todo el mundo lo llevaba bien, y no siempre comprendíamos bien los conceptos. Recuerdo un compañero que se lanzó desde la azotea con una de las diademas de conejito, convencido de que actuaría como un autogiro. A mí me salvaron las escapadas que hacía para buscar a mi novia en la Autónoma. Vienen a mi memoria aquellos viajes en tren a Cantoblanco, el olor de sus cafeterías, el suave césped de su campus… Sea como fuere, conseguí terminar la carrera y empezar a trabajar “de lo mío”. Pero ¿qué es lo mío? –se preguntará algún lector a estas alturas. Y es una buena pregunta… En el apartado de hobbies, seguí construyendo maquetas de barcos (no más aviones), le di a la fotografía (gané un premio por un borrón que me salió al disparar sin querer un día de lluvia con poca luz) y a la navegación a vela. Me lié a hacer cursos, y al final llegué a ser monitor en el único club de España en que los monitores no cobran. Siempre he tenido mucho ojo, aunque cada uno cuenta con siete dioptrías de miopía. Después me casé (sí, con la misma chica con la que hacía pellas en la universidad y que me sigue gustando como entonces), tuve dos hijos y ¡chico! cómo cambia la cosa. Sólo me dedico un rato a mí mismo cuando están dormidos, porque el resto es suyo, hasta el día en que digan “papá, ¿no tienes nada que hacer, por ejemplo, en Pernambuco?”. Es por eso que leo y escribo a las cinco de la mañana. Y me acuesto a la misma hora que ellos (así es que, por favor, no me llamen a partir de las nueve). Y también sospecho que es por eso que me siento tan feliz. Otros datos: publica habitualmente en El Periódico del Tiétar las aventuras de Sebas, un chico de Madrid que pasa las vacaciones en un pueblo del Valle del Tiétar.

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