Cúspide, desde la perspectiva de la plenitud de la edad, de la poesía amorosa nerudiana, estos Cien sonetos de amor sorprenden ante todo por el contraste entre la palpitación de la palabra y la imagen, y la deliberada elección de una desnudez que rehúye los prestigios sonoros o constructivos del soneto clásico.
«Con mucha humildad—escribe Neruda—hice estos sonetos de madera, les di esta opaca y pura substancia», que contrapone a las «rimas que sonaron como platería, cristal o cañonazo» de los poetas que anteriormente abordaron el soneto. Del mismo modo, es evitado el principio del mantenimiento de un patrón métrico y rítmico invariable, y, con mayor razón todavía, la estructura silogística y simétrica en la exposición de lo contenido en cuartetos y tercetos.
Pero este despojamiento voluntario es un medio para dejar expedita la más soberana libertad en la visión: se conquista una nueva y poderosa cohesión, la de una palabra de tierra, agua, aire y llama, la de una voz que es el metal y el elemento y oye el latido de un mundo en el latido del cuerpo amado.
Himno a lo tangible, el amor en Neruda es también vía de acceso a la fusión con el núcleo último donde la conciencia reconoce su ser en el ser del mundo.