Aurora, con sus recién estrenados 18 años, no tuvo más remedio que convertirse en la cabeza de familia. Era una mujer fuerte, hecha a sí misma, brillante en los estudios y en cualquier proyecto que se propusiera llevar a cabo. Se casa muy joven y totalmente enamorada. Poco a poco, su realidad cotidiana va amoldándose a la de un hombre atractivo, pero lleno de carencias, inseguro y sobreprotegido por una madre tóxica; un hombre que encuentra en ella a la víctima con la que ensañarse, con la que crecerse. La somete a múltiples formas de violencia desde el desprecio y la humillación hasta las agresiones físicas; con su autoritarismo y con la intromisión de familiares y amigos en su vida consigue unos extremos de sumisión casi incomprensibles, hirientes, logra su autoinculpación. Ella debe enfrentarse a sus miedos y sus carencias para lograr salir de ese infierno.
La protagonista de El laberinto del alma nos narra su historia en tercera persona, de forma sencilla y cercana, sin entrar en grandes disertaciones filosóficas. Nos explica los tabúes y los miedos de una mujer víctima de la violencia de género; unos sucesos constantemente silenciados —y aceptados— por una sociedad de doble moral, cuyos pilares se tambalean, y a la que le es más cómodo bajar la mirada.