No habían dado ni un par de chupadas al semicongelado dulce en conos de galleta, cuando de la nada el menor de los Benítez ingenuamente soltó un trueno con su boca. Sin querer, hizo la pregunta más peligrosa o quizás la más temida y odiada por don Paco, la típica pregunta que siempre obviamos, a sabiendas de que algún día nos abofeteará el cachete y tendremos, a regañadientes, que poner la otra mejilla: “Abuelo Paco, ¿qué es un MARICA?”, preguntó el angelito con mirada risueña, ausente de toda culpa, inocente ante el vendaval que le caería una vez interpretada la duda. Era la primera vez que oía esa palabra y su más cercano confidente, la persona a quien podía pedir ayuda para interpretar toda curiosidad, era su abuelo paterno. El anciano detuvo intempestivamente su andar. Su cuerpo quedó paralizado. El Ángel Caído miró de soslayo, frunció el ceño y empezó a volar tan alto como pudo; no quería participar en la refriega verbal que se avecinaba. El aire se congeló, el tiempo se detuvo, el Palacio de Cristal estalló en mil pedazos; todo el parque se convirtió en un atónito bosque petrificado. Era obvio que la insólita pregunta había calado hondo en el abuelo, tanto que le despedazó el alma. Sin medir fuerzas, el viejo apretó con furia la diminuta mano de su descendiente mientras el pequeño se retorcía de dolor. Colérico, el atormentado huraño le gritó.
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No habían dado ni un par de chupadas al semicongelado dulce en conos de galleta, cuando de la nada el menor de los Benítez ingenuamente soltó un trueno con su boca. Sin querer, hizo la pregunta más peligrosa o quizás la más temida y odiada por don Paco, la típica pregunta que siempre obviamos, a sabiendas de que algún día nos abofeteará el cachete y tendremos, a regañadientes, que poner la otra mejilla: “Abuelo Paco, ¿qué es un MARICA?”, preguntó el angelito con mirada risueña, ausente de toda culpa, inocente ante el vendaval que le caería una vez interpretada la duda. Era la primera vez que oía esa palabra y su más cercano confidente, la persona a quien podía pedir ayuda para interpretar toda curiosidad, era su abuelo paterno. El anciano detuvo intempestivamente su andar. Su cuerpo quedó paralizado. El Ángel Caído miró de soslayo, frunció el ceño y empezó a volar tan alto como pudo; no quería participar en la refriega verbal que se avecinaba. El aire se congeló, el tiempo se detuvo, el Palacio de Cristal estalló en mil pedazos; todo el parque se convirtió en un atónito bosque petrificado. Era obvio que la insólita pregunta había calado hondo en el abuelo, tanto que le despedazó el alma. Sin medir fuerzas, el viejo apretó con furia la diminuta mano de su descendiente mientras el pequeño se retorcía de dolor. Colérico, el atormentado huraño le gritó.
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