Honda, sobria, desprovista de retórica, la poesía de Juan Peña es pulcra en la forma y esencial en el contenido.
Este es, ante todo, un libro de celebración de esos momentos en calma en que la vida, contra lo que dijera el verso lorquiano, sí es noble y buena y sagrada, pero su autor, Juan Peña, atiende igualmente a las manchas y heridas con que la misma vida va aniquilando, en su renovación y podredumbre, su propia naturaleza. Para compensar la falta de fe en la condición humana, el poeta proyecta una mirada afectuosa y admirada a los espacios naturales, al resto de los seres vivos, con particular atención a lo más pequeño y humilde, como las hierbas del campo, y a esos objetos que se cargan de alma y nos acompañan. También contempla a una divinidad más presentida que sentida, que se asume y vive emocional y culturalmente, al tiempo que se deplora el abandono y la sustitución de los viejos fundamentos de nuestro mundo —la razón, la ciencia, el espíritu crítico, la defensa de la dignidad humana— por nuevos dogmas ideológicos. En "El último poema", que da su título al libro, el autor alude a tres finales: el eventual de su obra, el apuntado de toda una época —la milenaria civilización de Occidente— y otro imaginario pero no descartable a la luz de las tensiones actuales. Honda, sobria, desprovista de retórica, la poesía de Juan Peña es pulcra en la forma y esencial en el contenido, que aquí tiene algo de balance o recuento, abordado desde una serenidad compatible con el desconcierto.