En 1829, durante los últimos años del reinado de Fernando VII, con el rey enfermo y prematuramente avejentado, la situación política española era muy tensa debido al enfrentamiento entre los tradicionalistas y los liberales.
Por un lado, los tradicionalistas y los Apostólicos, descontentos con Fernando VII, al que consideraban blando e indeciso, producían alzamientos en diferentes puntos de España para intentar provocar su derrocamiento y la subida al trono de su amado infante don Carlos, hermano menor del rey y siguiente en la línea sucesoria a la corona.
Por el otro lado, los liberales, terriblemente perseguidos por el rey como venganza por el Trienio Liberal, eran encarcelados, ajusticiados, escapaban al exilio o intentaban sobrevivir ocultos en la clandestinidad, buscando la manera de mejorar su situación y recuperar el poder perdido.
Esta disputa política salpicaba también a la nobleza, ya que había representantes de ambos bandos, por lo que la familia real y la corte parecían un nido de víboras, donde intrigas, revanchas y traiciones eran algo habitual, lo que reflejaba el clima de crispación política existente entonces en España.
Todo el mundo tenía muy claro que tras la previsible muerte del achacoso y enfermo Fernando VII, su hermano don Carlos heredaría el trono, aumentando así aún más el poder de los tradicionalistas, pero nadie pensó que un audaz plan, que incluía un complejo entramado de intrigas palaciegas y engaños extraconyugales, llevaría a cambiar para siempre el destino de España.