Carlos vivía en un tren de alta velocidad del que no sabía cómo bajar. En los últimos años, su carrera profesional había dado un salto vertiginoso. Trabajaba en una multinacional en la que no paraba de ascender a puestos de mayor responsabilidad. Se había hecho rico, y su nómina le permitía comprar todo lo que quería. Además, en su empresa estaba muy bien considerado, y todo el mundo sabía que más pronto que tarde se convertiría en el director general de la compañía.
Pero el éxito profesional y el dinero tenían un precio. Un precio demasiado elevado. Carlos había llegado a lo más alto, pero lo había hecho hipotecando su vida y la de su familia. Vivía para trabajar, en lugar de trabajar para vivir. Apenas veía a sus hijos y, aunque solía prometer que buscaría el modo de compartir más tiempo con ellos, nunca lo cumplía. Hasta que su mujer, harta de su soledad y de llevar el peso de toda la familia, decidió separarse.
En todo esto iba pensando Carlos la noche que tuvo el accidente que casi lo mata. Cuando se despertó en el hospital, lo primero que vio fue la sonrisa de su mujer, que lo miraba con los ojos llorosos. La vida le había dado una oportunidad, y ahora empezaba el trabajo más arduo de cuantos había afrontado: el de reordenar sus prioridades y recuperar a su familia.