Llamamos «malismo» al antiintuitivo mecanismo propagandístico que consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial.
Quizás sea en política donde el desarrollo de este fenómeno asentado en la última década en Occidente resulta más llamativo. Una representante pública entiende la destrucción de las infraviviendas de las personas sin hogar como un acto autopromocional. Otra aumenta su aceptación popular tras calificar de «mantenidos subvencionados» a los desfavorecidos afectados por una pandemia. Un alcalde se jacta de que no hará nada en absoluto por aquellos estudiantes y trabajadores que no pueden acceder a una vivienda digna en la ciudad que él gestiona. El insultar a alguna minoría o mostrarse contrario de forma muy agresiva a consensos de mínimos como la justicia social o la Agenda 2030 es hoy en día tendencia en la propaganda política.
Pero el malismo está también muy presente en cualquier forma de comunicación a pequeña o gran escala. Una compañía aérea se mofa en sus redes sociales de las quejas de sus propios clientes. Los bares de moda ostentan nombres canallitas. En los concursos de televisión son bien recibidas las figuras de poder que humillan a sus concursantes. El nuevo cristianismo neopentecostal que triunfa en nuestros barrios no es ya una supuesta religión de amor sino una de declarado odio al diferente. Soldados sionistas difunden con orgullo pruebas audiovisuales de sus propios crímenes de guerra.
Lo malote ha dejado de ser solo un sistema ingenioso para vender el producto musical de un grupo de jóvenes punks de barrio o un vídeojuego gamberro. Es ahora una eficiente fórmula publicitaria dominante que, además, no se dirige ya contra los poderosos, sino que es una herramienta común utilizada por estos.
Antonio
26/10/2024
Una recopilación acertada aunque algo amontonada. Excelente la segunda mitad.