La experiencia de la lectura viene siempre determinada por dos coordenadas materiales. Una tiene que ver con el texto, que nos llega en diferido, en la distancia de un pasado que, cristalizado y conservado entre las tapas del libro, como en una lata de conservas, dejó de existir hace ya tiempo y nos alcanza por tanto amortiguado, despuntado y vencido: es lo que llamamos ‘ficción’. La otra coordenada tiene que ver con el cuerpo del lector. La lectura reclama la postura sedente y condiciones más o menos confortables para la concentración. Ponerse a leer es, de alguna manera, aburguesarse. Se puede leer también, es verdad, en una trinchera o de pie en un vagón de metro, pero hasta tal punto el libro impone unas reglas ergonómicas de recepción que, apenas abrimos sus páginas, incluso baqueteados en medio de una tormenta, la lectura nos protege tanto de las verdades que contiene el libro como del mundo en que lo leemos. Esta diferencia en el tiempo y esta comodidad en el espacio constituyen la fuente de todos los peligros asociados a la literatura: el de que nos tomemos demasiado en serio lo muy lejano, como don Quijote, y el de que, al revés, nos tomemos como imposible o increíble lo más cercano.
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