Como dijo en una ocasión Paul Auster, el fútbol es el milagro que le permitió a Europa odiarse sin destruirse. El balón ha hecho más que cualquier otro proyecto político por la fraternidad en una tierra demasiado acostumbrada a pelearse consigo misma. Después de cada conflicto, fue necesario que la pelota estuviera ahí para hacer del continente un espacio de unión y no una trinchera perpetua. Por eso, cada vez que se celebra la Eurocopa, hay un pedazo del mundo que se mira a los ojos y se estrecha la mano. Por eso, cuando escribimos sobre los 60 años de historia de este emblemático torneo, en realidad estamos dibujando nuestros recuerdos, nuestros miedos y nuestros anhelos como europeos. Porque los sueños de Delaunay, Panenka, Charisteas, Aragonés o Éder, en el fondo, son también nuestros sueños.