¿Orden y progreso?, de Jon Lee Anderson; Funk, orgullo y prejuicio, de Alberto Riva; En el río, yo era un rey, de Eliane Brum.
Y además: la carretera que cruza la Amazonia, el magnate de TV que escribió la historia del país, la Iglesia neopentecostal que conquista el corazón y la billetera de los brasileños, bailarines de samba politizados, narcos idealistas y mucho más…
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La década de 1950 llegaba a su fin cuando, en el álbum Chega de saudade, de João Gilberto, apareció por primera vez la expresión bossa nova. Y entre 1958 y 1970, una generación de cracs encantó al mundo con un modo nuevo, funambulesco y explosivo de jugar al fútbol; la misma época en que Oscar Niemeyer y Lúcio Costa perfilaron contra el azul del cielo y el verde de la selva la mayor utopía de hormigón armado del siglo xx: Brasilia. Música, fútbol y arquitectura: los mayores aportes de Brasil a aquellos años de sueños y movimiento; un país que había encontrado su camino al futuro con «una modernidad fluida, ligera y a la vez compleja».
El sueño se ha tornado en pesadilla y el mundo asiste impotente a la deforestación de la Amazonia, que ya a finales del pasado siglo se antojaba «infinita». Para los brasileños, sin embargo, la vida hacía tiempo que (no) se había adaptado a otros parámetros: una corrupción paralizante, el mito del país postracial desmentido por una evidente discriminación y un índice de violencia en aumento ininterrumpido durante décadas que otorga a Brasil la siniestra primacía en el número de asesinatos en términos absolutos. Afortunadamente, los brasileños no han perdido las ganas de luchar, ni las minorías las de hacer valer sus derechos. Y ahora que el glorioso pasado está muerto y enterrado, asoman las ganas de reconstruir el futuro. El reto de contar este país extraordinario hoy consiste en buscar en la tristeza la veta de alegría. Chega de saudade: basta de tristeza.