Las sociedades desarrolladas viven actualmente una curiosa paradoja: aunque han alcanzado unas cotas de bienestar inauditas organizadas como democracias que garantizan la igualdad, la libertad y la pluralidad, perpetúan los problemas del pasado.
Para salir de este bucle es necesario arrumbar el individualismo en favor de unos planteamientos éticos articulados en torno a tres planos: el social, con la creación de consensos en torno a principios fundamentales aceptados por todos; el económico, con la vinculación del individuo con la innovación; y el político, con gobiernos que apuesten por el diálogo y el interés general.