Juanita la larga. Juan Valera
Fragmento de la obra
Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque no viene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y singularmente con el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que nosotros designaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica aunque pequeña población de Andalucía estaba muy floreciente entonces, porque sus fértiles viñedos, que aún no había destruido la filoxera, producían exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convertirse en jerezanos.
No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la población más importante del distrito electoral de nuestro amigo, pero cuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector, que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el puchero en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se comprende que esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las elecciones, la más extraordinaria preponderancia.
Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba don Andrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba y ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien es digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculo en que vive y muestra su valer la persona afortunada.
Sin duda, don Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los primeros siglos de la Era Cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un Trajano; pero como vivía en Villalegre, y en nuestra edad, se contentó y se aquietó con ser el cacique, o más bien el César o el emperador de Villalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban todos obedeciéndole gustosos.
El diputado novel, no obstante ensalzaba más a otro sujeto del distrito, porque sin él no se mostraba la omnipotencia bienhechora de don Andrés Rubio. Así como Felipe II, Luis XIV, el Papa León X y casi todos los grandes soberanos, han tenido un ministro favorito y constante, sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actividad ni hubieran obtenido la hegemonía para su patria, don Andrés Rubio tenía también su ministro, que, dentro del pequeño círculo donde funcionaba, era un Bismark o un Cavour. Se llamaba este personaje don Francisco López, y era secretario del Ayuntamiento; pero nadie le llamaba sino don Paco.