(0)

Parsondes

E-book


Parsondes. Juan Valera

Fragmento de la obra

Aunque se ame y se respete la virtud, no se debe creer que sea tan vocinglera y tan espantadiza como la de ciertos censores del día. Si hubiéramos de escribir a gusto de ellos, si hubiéramos de tomar su rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella nuestros escritos, tal vez ni las Agonías del trånsito de la muerte, de Venegas, ni los Gritos del infierno, del padre Boneta, serían edificantes modelos que imitar.

Por desgracia, la rigidez es solo aparente. La rigidez no tiene otro resultado que el de exasperar los ånimos, haciéndoles dudar y burlarse, aunque solo sea en sueños, de la hipocresía farisaica que ahora se usa.

Véase, si no, el sueño que ha tenido un amigo nuestro, y que trasladamos

aquí íntegro, cuando no para recreo, para instrucción de los lectores. Nuestro amigo soñó lo que sigue:

—MĂĄs de dos mil seiscientos años ha, era yo en Susa un sĂĄtrapa muy querido del gran rey Arteo, y el mĂĄs rĂ­gido, grave y moral de todos los sĂĄtrapas. El santo varĂłn Parsondes habĂ­a sido mi maestro, y me habĂ­a comunicado todo lo comunicable de la ciencia y de la virtud del primer Zoroastro.

Siete años hacía ya que Parsondes, después de iluminar el mundo con su doctrina, y de formar varios discípulos dignos de él, había desaparecido, sin que le volviese a ver nadie, ni vivo ni muerto. Los buenos creyentes daban, pues, por seguro que Parsondes había subido a la región de la luz increada, cerca de Ahura-Mazda, donde brillaba casi tanto como los Amschaspandes y los Izeds, y donde eclipsaba a su propio feruer con beatíficos resplandores.

AllĂ­ militaba aĂșn en el ejĂ©rcito de los espĂ­ritus luminosos contra el prĂ­ncipe de las tinieblas, Ahrimanes, cuya soberbia habĂ­a humillado en esta vida terrenal, y cuyo imperio contribuĂ­a poderosamente a destruir en la otra vida, procurando que se realizase la santa esperanza del triunfo definitivo del bien sobre el mal.

Los sectarios de la religiĂłn de Ahura-Mazda creĂ­an, pues, a puño cerrado que Parsondes debĂ­a contarse en el nĂșmero de los veinte o treinta grandes profetas, precursores y continuadores de Zoroastro hasta la consumaciĂłn de los siglos. Aunque en Susa y en todo el imperio de los medos, con los reinos tributarios, habĂ­a hombres de otras varias religiones y creencias, todos respetaban y casi divinizaban igualmente a Parsondes, si bien por diversos estilos. Unos decĂ­an que habĂ­a encontrado la flecha de Abaris y se habĂ­a ido por el aire, montado en ella; otros, que se habĂ­a elevado al empĂ­reo en el trono flotante de SalomĂłn o en un carro de fuego; otros, que el dragĂłn Musaros, que en la antigĂŒedad mĂĄs remota civilizĂł a los asirios, y que tenĂ­a cuerpo de pez, cabeza de hombre y piernas de mujer, se le habĂ­a llevado consigo a su palacio submarino, en el fondo del golfo PĂ©rsico. En resoluciĂłn, aunque por distinta manera, todos convenĂ­an en que Parsondes, el virtuoso y el sabio, estaba viviendo con los dioses. En las plazas pĂșblicas de Susa se veneraba su imagen, coronada la cabeza de una mitra con quince cuernos, en razĂłn de las quince virtudes capitales que resplandecieron en Ă©l, y vestido el cuerpo de un ropaje talar lleno de otros sĂ­mbolos mĂĄs extraños aĂșn en nuestros dĂ­as, aunque entonces no lo fuesen.