Agua de paraíso

Para Javier, el mundo siempre fue, es y será no más que el retablo por el que deambula Marcela, futura mujer, aún muchacha y siempre niña, nómada de su ciudad, de su universo, de su propio espíritu, y la vida y los actos de nuestro narrador serán marcados, delimitados y decididos según la vida y los actos de aquella, la que ora abandona el tablado, ora irrumpe en él, libre pero lastrada, tan insumisa y sola como la isla que en torno a ambos y al igual que ellos muda de rostro y avanza en círculos al paso de los años. Más que amor, el visceral magnetismo que lo anuncia; más que lujuria, el sarcófago carnal que la concluye. A esta condición sin nombre posible, infinita e inapelable, nos precipita el autor; a la colisión suicida de dos ráfagas de viento, de polvo, de breve llovizna; esas ráfagas que tanto anhelamos como tememos llegar a ser o, aunque tan solo por un terrible y dichoso instante, haber sido.

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