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Cuentos

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Aún no conocía la casa, y esa tarde calurosa de junio, aprovechando la invitación de Arturo, la fui a conocer. Arturo y Leonor la habían comprado con la intención de no volver a Medellín, una ciudad colapsada, propicia al caos y el crimen, y dedicarse al cultivo de flores, la lectura y los paseos por el campo: a una vida tranquila, sin espavientos.

Al lugar se llegaba por un camino veredal, entre altos eucaliptos y potreros descuidados. Como sucede en los territorios planos, todo se tornó demasiado igual y monótono enseguida. La casa apareció en una vuelta del camino, una vieja construcción centenaria a la que el tiempo no le había agregado mayor gracia. Por un instante, espantado por tanta vetustez, dudé en seguir, pero los perros habían visto el carro y ladraban agitados anunciando al intruso. Bastó que por lo bajo les soltara dos o tres madrazos y les alargara una mano cariñosa para que el escándalo se transformara en monerías y saltos hostigosos que, al multiplicarse, obstaculizaban el paso. Desde el portal, el silbido de Arturo fue suficiente para aplacar al par de fastidiosos gozques.