La niebla cubría Londres como telarañas grises. Hacia el atardecer, había subido desde las orillas del Támesis en densas nubes y se había extendido por toda la ciudad.
La niebla se deslizaba por las calles y finalmente alcanzaba hasta el callejón más pequeño y el último rincón de esta enorme ciudad.
Ya era más de medianoche cuando el autobús se detuvo en la solitaria parada de Pelton Street. El autobús de dos pisos parecía una gran sombra oscura. Con un siseo de los frenos, se detuvo.
Salió un solo pasajero.
James McGordon rondaba la treintena, llevaba una chaqueta de cuero deportiva combinada con vaqueros. En la mano llevaba una bolsa de viaje. Qué suerte, pensó. Acaba de coger el último autobús...
Había estado dos semanas de vacaciones en el Caribe. Cuando se bajó del avión, el clima inglés había sido el choque esperado para él. A estas alturas estaba prácticamente congelado. El frío húmedo que reinaba bajo la niebla le calaba hasta los tuétanos.
De vuelta a casa, pensó sarcásticamente. Pero sus vacaciones habían llegado a su fin, aunque bien le habrían venido otras dos semanas bajo el sol y las palmeras.