Jesús, Moisés, Mahoma, Zoroastro, en un plano y en otro, Osiris, Isis, Thot, Astarté, Abraham, Job, los apóstoles…, o en el mundo de las cosas: Belén, el Jordán, el Ararat…, o sea lo divino y lo humano y lo no humano, lo bello y lo sublime, son nombres que en el correr de los milenios, lejos de opacarlos o de restarles algo de su contenido emocional o divino, brillan cada vez con más intensidad en la perspectiva del tiempo, y siguen y seguirán destacándose en la vida como cimas que tocan las estrellas; como luminarias inextinguibles que inundan con su luz eterna la mente y el corazón; como asideros, únicos, en nuestras angustias y tribulaciones; como lazos perennes que unen lo limitado al supremo ideal, y como fuentes inagotables de sabiduría, de inspiración y de poesía. No sorprende por lo tanto, que El profeta, con su profundo sentido espiritual y humano, con su gran caudal de sabiduría y el mensaje eterno que nos trae, donde de cada pensamiento surge un destello de luz, y donde cada frase y cada imagen son obras acabadas de arte, haya tenido su cuna bajo ese cielo profundo del Medio Oriente, donde los siglos y los milenios vieron aparecer y brillar una constelación de astros, en la cual El profeta y su autor, han entrado ya a ocupar su sitio en la inmortalidad.