"Agonizo en tus ojos negros y se me engrisa la mirada, mi blanco no es limpio sin el tinte de tu calma...
Dame la virtud de sanarte, al menos hasta mañana, o mezclarme en tus sueños para no sentir la nada".
Enamorados, Sonia y Daniel deciden alejarse de la opresión del clan paterno. Dejan Guadalajara para adentrarse en la selva de Veracruz, donde intentarán sumarse al cultivo del tabaco y alzar un pequeño templo. El ahogo familiar se prolonga en la humedad tropical, en esa jungla cerrada y con todos los verdes posibles, en relaciones aparentemente afectivas que no son más que eslabones de una cadena trófica más de ese egosistema. En ese paño espeso, Taus y los "conejos blancos" —una comunidad albina de la zona— van a contrastar de manera inevitable: no hay para ellos camuflaje posible.
Sonia seguirá escapando, a veces por instinto, a veces a la fuerza. El amor se encarna en tragedia y, sin descanso ni reparo, sostiene el rencor que movilizará un deseo enceguecedor de venganza. Como en la selva, buscar la luz será una cuestión puramente de supervivencia.