El pensamiento político de Jacques Derrida (1930-2004) se articula a partir de la noción de aporía. Su crítica a la soberanía, al Estado nación, a la violencia fundadora de toda ley, a la comunidad excluyente, a logo(falo)centrismo, a la representación... no deriva en un anarquismo ingenuo sino más bien en una exigencia ético-política. Se trata de, a pesar de vivir en los Estados que tenemos y de no haber superado la democracia representativa, permanecer abiertos a la heterogeneidad, a todo aquello que el Estado y su construcción jurídica excluyen.
Si algo define la democracia, para Derrida, es el hecho de ser el único sistema abierto, el único capaz de permitir el derecho a la alteridad. Es esta exigencia de justicia la que desborda todo derecho y toda estructura estatal. La relación entre democracia y soberanía deviene así aporética, no tiene salida ni resolución, pero para todo Estado constituido, para todo sistema político que pretende cerrarse sobre sí mismo y legitimarse a partir de un principio fundador, la democracia será aquello tan difícil de realizar como de exorcizar. El resto no es sino totalitarismo.