El entorno de trabajo habitual de un directivo medio es el de un espacio encajonado entre dos fuerzas, una que ahoga desde arriba y otra que empuja desde abajo. Un ejecutivo de este nivel está acostumbrado a ser ninguneado, incomprendido, despedido o reasignado a otro puesto; vive sometido a una presión constante, a una competencia feroz y a unos cambios acelerados. Como consecuencia, y según confirman las estadísticas, los ejecutivos medios de hoy trabajan ocho horas más a la semana que sus padres y duermen dos horas menos.
No es, por tanto, de extrañar que estas personas busquen desesperadamente una salida a su situación.
Sin embargo, y a pesar de todo lo dicho, lo llamativo es que estos ejecutivos son la columna vertebral de cualquier organización; sólo ellos poseen unos valiosos conocimientos de primera mano, indispensables para que una empresa camine hacia el éxito; ejercen de vínculo entre la dirección y los empleados; conocen mejor que cualquier otro las necesidades del cliente, la realidad de la competencia, los puntos fuertes de la empresa y dónde ésta flaquea.
Todo eso significa, ni más ni menos, que en las manos de un directivo medio reside el poder de cambiar su propia situación y, con ella, la de sus organizaciones.