Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.