La suma de muchos instantes de definen un estado de las cosas. Son momentos en la vida que pasan a un ritmo muy diferente que otros,
aunque se trate del mismo lapso que puede estar medido en años o en horas. Instantes que pueden llegar a dejar una marca indeleble frente
a otros cuya trascendencia es nula. No siempre importa el lugar donde se ha vivido, aunque a veces sea trascendental. Ni que se confronte una
determinada experiencia, por ejemplo de confinamiento, en compañía con la más ríspida vivida en soledad plena, en un apartamento de tamaño reducido o en una casa amplia con jardín. Todo ello configura un estado mental, sin olvidar el componente físico, que supone el largo momento que configura la pandemia. Un estado dominado en ciertos casos por el dolor y la pérdida y en la mayoría por el distanciamiento social y la reclusión, obligatoria o voluntaria, que a veces enmarca una suerte de solipsismo. Por ello, uno puede decir que vive en la pandemia y, por consiguiente, puede escribir desde ese no lugar, puesto que, por encima de cualquier otra consideración, es un territorio mental, pero que, a diferencia de aquel desde donde opera la ficción, constituye una atalaya en medio del caos, quizá privilegiada.