Arrojado a ser la vida, los dĂłciles dĂas que un hierro ignoto impulsa, giran hacia la nada. Los viejos talismanes de los que hablara Borges distraen la mirada hacia su promesa blanca. Una promesa que sĂłlo cabe tras los pĂĄrpados cerrados. Las voces de todas Ă©pocas (el clasicismo palpita en presente en esta obra) es a nosotros, hoy, a quienes señalan. Porque cada nacer es un nuevo nacer del mundo y, con Ă©l, la paciente herrumbre halla su cuerpo. Paciente ante un amor que nos refugie, ante la piadosa herejĂa de la lĂĄgrima, ante el anhelo de la luz mĂĄs tenue o en las manos mismas que disponen el destino. En estas pĂĄginas se debate la conciencia clara de la muerte, el melodioso regazo de la nada, con sus formas mĂĄs sutiles y, acaso, mĂĄs mendaces. De impecable factura formal, la sabia belleza de estos poemas darĂĄ su raĂz a quien se sabe herido, a quien se sabe de la muerte, a quien durante su blanda huida no puede esquivar la mirada a la sombra que arrastran sus talones. Y, sin embargo, con ella, el poeta canta. Canta sin abjurar, sin dolerse. Porque sabe que no hay otro modo de cantar la vida y porque cantar la vida es tambiĂ©n rendir honor a sus silencios. Porque ha abierto los ojos y ante este espejo se contempla como herrumbre. Espejo ante el que basta una mirada. Herrumbre a la que basta haber nacido.
Jorge PĂ©rez CebriĂĄn