Toda escritura anterior, Ăntima o pĂșblica, deberĂa someterse al ejercicio de la reescritura; todo fragmento leĂdo, al de la relectura; todo pensamiento cristalizado serĂĄ devuelto a su cristal y a resquebrajarse una y mil veces; toda certeza, una particular forma de agravio; toda duda: saber que aĂșn estamos vivos.
Un acontecimiento irrumpe, agita sus garras mortales, envuelve al mundo con un manto impiadoso y lo enfrenta a su desnudez mĂĄs primitiva y mĂĄs ancestral: nada es seguro, nunca lo fue, todo parece ruinoso, sĂĄlvese quien pueda, primero el capital, Ășltimos los ancianos, las ancianas.
La imagen del mundo en peligro recorre todas las pantallas y se ubica exactamente en la regiĂłn mĂĄs sombrĂa del cuerpo, allĂ donde la mente no logra descifrar ningĂșn signo y el corazĂłn palpita de una manera infrecuente, mĂĄs aceleradamente todavĂa que en la Ă©poca que se supone anterior, aquella cuya urgencia y prisa componĂa la habitualidad de nuestras vidas hasta hace pocos segundos.