La delincuencia de los ciudadanos más pobres, motivada por la necesidad de supervivencia, o aquella con la que se ejemplificaban las clases de Derecho Penal, en donde se enseñaba la teoría del delito a partir del homicidio, por ser la forma más común de criminalidad, ha pasado a un segundo plano. El asunto es que ha surgido en el panorama mundial una forma de criminalidad más compleja, más organizada y con metas mucho más peligrosas para el Estado y el orden actual de las sociedades. Esta nueva forma de delincuencia se caracteriza, entre otras cosas, por su capacidad para trascender las fronteras de los Estados, operando a través de medios virtuales en varias partes del mundo, y
creando redes que se dedican a la comisión de delitos a gran escala.
Adicionalmente, estos delitos son especialmente graves: la pornografía infantil, la trata de personas, el tráfico de armas, el terrorismo y el tráfico ilícito de estupefacientes son solo unos ejemplos. Más allá de su gravedad, por atentar contra los bienes jurídicos más importantes para los individuos y la sociedad, los delitos cometidos por estas organizaciones criminales se caracterizan por ser altamente lucrativos. Grandes cantidades de capital que no es posible utilizar como lo haría un empresario común, sin desestabilizar el mercado y sin llamar la atención de las autoridades y la sociedad sobre su origen ilícito. Por tal motivo, las organizaciones criminales han ingeniado un sin número de mecanismos para dotar a esos bienes de una apariencia de legalidad que les permita introducirlos en el tránsito normal de la economía, sin desenmascarar sus actividades delictuales, con tal éxito que, de acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, alrededor del mundo los gobiernos solo detectan 20 centavos por cada 100 dólares que pretenden ser blanqueados.