Frágil materia de paso siempre a su antigua quietud o de regreso a su efervescencia inicial, la palabra apenas si roza esa vicisitud con el nombre que solemos ponerle a las cosas pero que nos resulta insuficiente, un nombre que no nombra, solamente indica esa revelación como quien pone una señal para que el peregrino no se extravíe. De resto todo se halla en el cambio, a veces espléndido y soberbio, otras inhibido y cauto, pero en todo caso de tránsito. Quien percibe así este acontecer y se yergue en medio de esas livianas aporías y atiende con medido júbilo sus encriptados mensajes, es una eremita que hace mucho tiempo bebe silencio, que le enseña a callar a las palabras, que les doma el alegato y ese afán de explicarlo todo y ahora pasea con ellas del ocaso al alba como unas criaturas de modales domésticos que dicen el buenos días en los amaneceres o el buenas noches cuando se encienden los fogones en las casas. La poesía de Claudia Trujillo conquista la vía media, no interviene, no modifica nada que esté allí ocupando su lugar en la naturaleza, no incurre en una orientación moral, las pasiones humanas discurren en estos breves Hai kues, o –más humildemente, así lo quisiera ella–, pictogramas, como iluminaciones súbitas que alteran de modo perenne nuestro modo de estar en el mundo.