Todo el mundo se ha planteado dramáticamente antes o después la doble pregunta: «¿Por qué existe el mal? ¿Podemos librarnos de él, aunque sea después de la muerte?» Las respuestas pueden ser religiosas, y a lo largo de la historia encontramos el hinduismo, el budismo, el mazdeísmo, el judaísmo…, o pueden ser filosóficas y entre las segundas destaca la concepción de Platón, según la cual, como es sabido, la materia, eterna y no creada por Dios, se modela malamente en sus formas y leyes físicas por un artífice y legislador divino, un falsario bondadoso e inconsciente llamado el Demiurgo, es decir el Artesano y las almas humanas, preexistentes, se ven infelizmente aprisionadas en los cuerpos. Hay que filosofar mejorando, reencarnándose así en hombres siempre mejores, hasta el fin de las encarnaciones y ser de nuevo, de una vez por todas, espirituales. Sobre esta idea básica, sucesivos pensadores, reunidos en diversos grupos y grupúsculos, personas de espíritu absolutamente elitista, consideran que solo algunos individuos, precisamente ellos mismos, son espirituales, mientras que la mayor parte de los demás no lo son. Solo para ellos ha venido a la tierra un salvador-revelador de la verdadera sapiencia divina y gracias a él no se aniquilarían al morir, sino que podrían salvarse de la materia y, por tanto, del dolor, sobreviviendo felices: solo ellos, los pneumáticos o espirituales, que tienen dentro de sí el pneuma eterno o chispa divina; no todos los demás, los materiales, que son mortales porque solo poseen cuerpo y alma (o psique), que perecen. También piensan eso elitistamente algunos hebreos no ortodoxos que, por otro lado, lo ven de otra forma en algunos aspectos secundarios. Unos y otros son calificados como gnósticos por los estudiosos moderno, aunque ellos se definían sencillamente como pneumáticos. Al contrario que los gnósticos, para la mayor parte de los pensadores judíos y luego de los cristianos la Revelación divina no es una iluminación debida a un salvador-revelador, sino que procede por etapas en la historia y, poco a poco, por las enseñanzas de esta, viene transcrita en los libros bíblicos, es decir, en el Primer o Antiguo testamento y en el Nuevo Testamento, este segundo centrado en la Resurrección de la muerte de Cristo el Salvador. Esos primeros cristianos no son elitistas como los gnósticos y afirman que, gracias a él, todos los seres humanos pueden alcanzar la vida eterna, que el cuerpo material y psíquico se transformará al morir y resucitará en forma gloriosa y espiritual perviviendo eterna y gozosamente en Dios, igual que pasó con la persona de Jesús, siempre que se siga su ejemplo de amor y se crea que él también resucitó. Tratan de que se conozca en todas partes la maravillosa noticia de la Resurrección, pero lamentablemente a algunos hebreos, concretamente a la élite que se mueve en torno al templo y el sanedrín (parlamento) de Jerusalén y, enseguida, también a muchos romanos, no les gusta la idea, así que hacen que se mate o matan directamente a los apóstoles, los discípulos y los seguidores, normalmente de formas horribles. Los gnósticos, curiosos por la novedad, se interesan casi de inmediato por el cristianismo y muchos se cristianizan, pero a su manera: dicen que el verdadero cristianismo es el suyo, que ni hablar de una resurrección del cuerpo y continúan insistiendo en que solo ellos, los iluminados, se salvan. Desde ese momento, se inician disputas entre gnósticos cristianizantes y cristianos genuinos, altercados acérrimos en los primeros siglos de la era cristiana.
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