El enemigo. Emilia Pardo Bazán
Fragmento de la obra
El día en que por primera vez vestí el uniforme fui, ante todo, a visitar a mi tía Flora, que en cierto modo me había servido de madre. Entré pavoneándome, y ella me tendió sus brazos flacos y sus labios marchitos.
—Estás muy guapo, Fermín. ¡Vas a hacer muchas conquistas!
Se levantó, abrió un escritorio antiguo en que brillaban bronces y, caída la curva tapa de un cajoncillo, sacó un rollo envuelto en papel de seda. Eran centenes… Siempre a ración de dinero, que mi tutor me regateaba, me alegraron las pajarillas aquellas monedas de oro. ¡Al fin podría probar fortuna en el juego! De todas las tentaciones que acometen a la juventud, ésta era la única que latía en mis venas, impetuosa. Sentía una inexplicable corazonada; estaba seguro de ganar, de ganar sin tino, apenas arriesgase la aventura. Mi tía vio la emoción que me causaba su regalo, y con inquietud, dándome cariñosa bofetadita, me preguntó:
—¿Qué pensamos hacer con ese dinero? ¿Calaveradas?
Y como yo balbuciese no sé qué, añadió maternalmente:
—No creas que soy una vieja rara… Ya sé que los muchachos han de divertirse; es muy natural… Lo único que te encargo es que no entre en tus diversiones el juego, ¿entiendes?
Me estremecí. Sin duda, aquella señora, alejada del mundo y candorosa como una monjita recoleta, leía en mi pensamiento, presentía lo no realizado aún…