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Transporte a la infancia

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¿Cómo se accede a un pasado lleno de violencias? ¿A quién se acude en el recuerdo cuando lo que hubo fue desprecio, negación, y un filo social que pretendía tajar lo que quien narra sentía aflorando sin demora? Aquí hay voz tierna y desolación, sensiblería aleccionadora y una mezcla implacable de memoria, documental, testimonio y literatura.

Frida Cartas hace un recuento de las escenas que le insinuaron que algo en ella no andaba bien. Pero era exactamente lo contrario. Algo afuera que no le permitió llegar a esa voz antes. Y es a través de esa voz —que va asimilando los hechos en el tiempo— y mediante un tono taimado, aparentemente calmo que diseca los discursos del derredor para afianzarse, como llegamos, al final, a la autora. Y no es que ella no estuviera antes, es que las veintiocho memorias van, una a una, paso a paso, desarraigando a la persona que se esbozó al comienzo.

En el norte del país el calor del clima se difumina entre el horror de los prejuicios. Una Frida aún sin nombre habita un territorio yermo que deja en la deriva a quien acude: su madre ganándose la vida en un trabajo sin amparo, su padre en la milicia deseando un hijo que se encamine a la milicia, sus vecinos con nombre pero sin sostén. Transporte a la infancia es un libro sobre sexualidad, sobre política, sobre la criminalización de la pobreza, pero es también un libro que sugiere que lo que hay que leer de la literatura contemporánea viene de lo que la historia ha dejado en los márgenes.