Aunque la refriega política que nos abruma se envuelva en banderas, pugne por el control del territorio y reclame nuevas fronteras, la corriente de fondo que transforma el mundo en el siglo XXI es el fenómeno urbano. J.M. Martí Font dibujó en La España de las ciudades esta clave, el paisaje social y político, que emergía de la gran recesión.
El país que se mostraba tenía poco que ver con la política estatal y mucho más con la textura real de la sociedad española. Del mismo modo, en el momento actual, la relación entre Madrid y Barcelona –los dos grandes imanes del país— puede proporcionar muchos más elementos de juicio para entender el presente e intentar imaginar el futuro.
Barcelona y Madrid llevan desde el último tercio del siglo XIX pugnando por todo tipo de hegemonías en equilibrio inestable. Según datos de 2013, el área metropolitana de Madrid cuenta con 7,3 millones de habitantes, frente a los 5,5 millones de la de Barcelona. Madrid es radiocéntrica; ha crecido en forma de anillos en torno al núcleo central. Como Londres y París.
El modelo de Barcelona es radicalmente distinto, más parecido al de las grandes conurbaciones de las cuencas del Rin y el Ruhr, en Alemania, o la de Randstad en Holanda.
Esta pugna, sin embargo, parece haberse decantado definitivamente, tal y como ya advirtió a principios de este siglo el gran alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, en dos artículos titulados Madrid se va y Madrid se ha ido. Una de las razones es puramente administrativa y tiene más que ver con la propia dinámica de Cataluña que con las maniobras del adversario "jacobino".
La otra razón la observamos en el hecho que mientras Madrid ha desplegado un proyecto de ciudad sin casi oposición política, Barcelona se ha visto envuelta en una serie de crisis económicas, políticas e identitarias que la han debilitado.
La relación entre Madrid y Barcelona nos proporciona suficientes elementos de juicio para afirmar que nos encontramos en un momento donde el auge de Madrid enfatiza la decadencia de Barcelona.