La confianza. Emilia Pardo Bazán
Fragmento de la obra
Lo que más encargaba Berándiz el joyero a sus dependientes era que no se fiasen de las señoras guapas y muy bien vestidas, que además vienen en coche y hablan con desdén olímpico de las sumas que puede costar una alhaja.
—El que regatea es que piensa pagar… Cuando no conozcan ustedes a la gente, mucho cuidado… Las apariencias engañan.
Pero estas sabias advertencias (como todas las que se dirigen a subalternos) eran machacar en hierro frío. Especialmente perdía el tiempo el señor Berándiz (hombre de suma experiencia y que, bajo la capa de una afabilidad grave con las clientes, ocultaba la astucia del judío más cebado en la ganancia) al dirigirlas a Avelino Cordero, el guapín a quien, atraídas por su sonrisa halagadora, se dirigían por instinto las damas.
El caso es que el sistema de Cordero —Berándiz lo reconocía en sus adentros— no carecía de habilidad comercial. Aquel demontre de chico, con su labia melosa y su derretimiento extático ante todas las mujeres que pisaban la joyería, las embaucaba, especialmente si pertenecían a la clase equívoca, que se adorna con brillantes y perlas, más que las madres de familia honradas. Avelino sabía matizar su adoración: con las grandes señoras era religiosa, apasionada con las semimundanas, y, en cambio, se mostraba familiar y casi insolente con las que no ocultaban su profesión y sus hábitos. No había manera de rebajarle nada del precio a aquel chico tan insinuante, que tenía cara fina, de grabado inglés; pelo rubio bien atusado, talle elegante, manos largas y pulidas, que con tal amorosa delicadeza abrochaban los brazaletes y enganchaban los pendientes, acariciando, como el ala de una mariposa, el lóbulo de la oreja femenil, encendido de placer.
Y por eso, y solo por eso, conservaba en su establecimiento Berándiz al peligroso dependiente, con el cual no ganaba para sustos, dada su facilidad en enviar a las casas estuches con joyas a granel y dejarlos allí media semana sin reclamar.
—¡Qué un día tenemos un disgusto, Cordero! —advertía incesantemente, con el entrecejo fruncido y el rostro preocupado, el patrón—. ¡Que la gente anda muy lista!
—También andamos listos por acá… —respondía Avelino con su alegre ligereza—. Las conozco, señor Berándiz, y a mí no me engañan. ¡Quia! Me toman el género lo mismo que pan bendito… Y como todo lo que las digo es de dientes afuera, aunque ellas crean otra cosa, me quedo yo muy sereno para olfatear los malos propósitos… ¿Ha pasado algo desagradable nunca? Ni pasará. Estoy al quite.