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La fábrica de lápices

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Trabajaba en la fábrica de lápices. Cada mañana, con las primeras luces que se filtraban entre las ramas de los árboles, salía de mi casa situada sobre el balcón del mar. Descendía por las pendientes, pisaba la tierra y la hierba, atravesaba los bosques y me sentaba a la popa de aquella lancha que surcaba la ría y me dejaba a los pies de la colina en donde estaba la fábrica. Todavía tenía pensamientos propios, todavía no me los habían arrebatado.

En la fábrica encapsulaba el grafito en el interior de los lápices Johann Sindel (dorado sobre negro clase extra número dos). Mis manos de plomo refulgían en la oscuridad. Tus manos eran de colores.

Pero un día la fábrica cerró y tuve que buscar otra ocupación. Jamás volví a tener un trabajo como aquel.

Cruzamos el mar seco hacia la ciudad del viento y mi sombra me abandonó. Las líneas de mis manos comenzaron a desaparecer y tu iniciaste tu trabajo de Penélope. Cada noche tratabas de prolongar las líneas de mis manos que desaparecían durante el día, mientras me internaba en la espesura.

Por las noches trataba de reconstruirme, de rehacerme del derribo del día a día. Esperaba a mi sombra que viajaba libre a países lejanos y me contaba las historias al oído mientras dormía. Yo ya era otro.

Pero un día lo ví, creí reconocerlo cruzando la calle cojeando, con su barba blanca larga y su pelo encrespado del mismo color. Era el hombre que seleccionaba la madera de cedro en el interior de los bosques americanos. Lo seguí olvidándome de horarios, entrando en la vida auténtica, con el plomo y mis pensamientos olvidados empezando a latir en mi interior. Te seguí a lo largo del curso de un riachuelo urbano y viendo como te metías en tu cabaña. Me llevé unas piezas de madera que había apoyadas en el exterior de tu pequeña casa, sabía de donde venían. Buscaba mi última oportunidad