Paseaban por el campo que une al continente de la Isla la ciudad de Puerto Rico, el brigadier D. AgustÃn Campos, coronel de un regimiento recientemente llegado de la madre patria, y un joven teniente, su ayudante. El entusiasta carino que este joven demostraba a su anciano jefe, habÃa sido y era el tema de burlas y censuras poco benévolas entre sus companeros; los que no pudiendo comprender que un joven de brillantes prendas, formado para agradar y sobresalir en cualquier reunión, prefiriese a todas ellas la sociedad de un austero anciano, atribuÃan esta preferencia, el uno a baja adulación, el otro a orgulloso desdén, otros en fin a extravagancia; en vista de que no hay intolerancia más acerba que la de la medianÃa hacia la superioridad. Pero todos estos desahogos de la malignidad se cenÃan a sonrisas burlonas, a indirectas y chistes embozados: tal era el respeto que la conducta digna, cortés e intachable del joven teniente habÃa sabido inspirarles.
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