El autor de uno de los libros más leídos de la literatura universal, Antoine de Saint-Exupéry, vivió en Buenos Aires entre 1929 y 1930. Abrió rutas aéreas comerciales para la filial sudamericana de la Compañía Aeropostal Francesa. Durante un vuelo hacia Paraguay, tuvo que descender de emergencia en un campo de Concordia, provincia de Entre Ríos. Ya en tierra, bajó del avión como un animal mitológico caído del cielo –enorme, ataviado con las prendas estrafalarias del aviador de la época– y se encontró como en medio de una fábula: en el llano de la pampa húmeda dos adolescentes se burlaban de él en su idioma y lo arrastraban hacia su hogar, un palacete estilo Luis XV, en medio de un oasis frente al río Uruguay, llamado San Carlos.
Saint-Exupéry se habría quedado en esa mansión magnífica, donde vivía la familia Fuchs Valon –las hermanas Edda y Susana, junto a sus padres– tal vez dos días, quizás una semana, puede que un mes entero, y luego en sucesivas visitas. Lo cierto es que el aviador quedó cautivado por ellas: su libertad salvaje, su vínculo con las alimañas, el cosmos y las bestias, su desparpajo de mujeres como salidas del Génesis. Hasta dejó una serie de notas grabadas para una película que Jean Renoir nunca pudo filmar y en donde "las princesitas argentinas" –como alguna vez las llamó– serían las protagonistas de una historia de amor.
Esas huellas constituyen el basamento con el que hoy todo un pueblo, el de Concordia, está convencido de que El Principito nació de estas doncellas olvidadas. Así lo retrató primero Nicolás Herzog en su film Vuelo nocturno. Y la gracia etérea con que junto a Lina Vargas rastrea en este libro el cordel de esa leyenda parece homenajear tanto a las formas sutiles con la que Saint-Exupéry elaboró su literatura como a esas dos ignotas hermanas que quizás –lo dirán estas páginas– hayan sido las inspiradoras del segundo libro más vendido de la historia humana después de la Biblia.